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Años atrás, a nadie se le hubiese ocurrido preguntarle a Carlos Noceda, conocido como Charlie, maître icónico y luego gerente del restaurante Sottovoce, si había estudiado dibujo y pintura con Humberto Souto, Juan Astica o Pabli Stein. Mucho menos, si tenía como referentes a Eduardo Stupía, Ernesto Deira, Sarah Grilo, Willem de Kooning, Julie Mehretu, Cecily Brown y otros maestros del arte que siempre le quitaron el sueño. Pero lo cierto es que aquel joven que se codeaba con celebridades en el universo Cipriani de los 90, daba la vida para que a nadie le faltara una mesa y aprobaba de reojo el dorado de los higaditos venecianos, las copas brillantes de Bellini o los panes con forma de caracol, ya se sentía artista. “Terminaba de trabajar y me quedaba pintando hasta las seis de la mañana. Era muy joven y me daba el cuero para todo”, recuerda con humor.
Varias décadas después, y luego de haber sido anfitrión de Amalia Fortabat, Susana Giménez, Mirtha Legrand y varios presidentes argentinos, Charlie sigue trabajando para los hermanos Waisman (dueños también de Fervor y El Burladero) en el restaurante que tantas anécdotas le aportaron. Pero hoy, además, sus deseos de juventud se hicieron realidad: en los últimos tres años, expuso en Arteba y, entre el 29 y 31 de agosto, podrá apreciarse su obra en feria Bada, en La Rural.
–En realidad nunca paraste, solo que no exponías…
–Jamás dejé de dibujar, pintar, hacer manualidades. A mí me fascina la madera, además. Pero siempre lo hice en silencio, sin sacarlo a la luz. Ahora lo exterioricé y ya está. Estoy contento, me siento cómodo y poco a poco empezó a interesarme el circuito del arte.
–¿Cómo se dio todo? ¿A qué se dedicaban tus padres?
–Mi papá es comerciante y toda la vida vendió electrodomésticos. Mi mamá, ama de casa. Buena cocinera. Se destacaba con su pastel de papas, hacía riquísimos canelones y, como en Castelar teníamos una parra, utilizaba las hojas para rellenarlas con carne. Ahora que me doy cuenta, nunca le pregunté de dónde sacó esa receta árabe. Y lo del arte vino por un tío abuelo muy interesante, Humberto Souto, un vasco que estaba en el movimiento de Quinquela Martín. Yo era muy chico y me volvía loco cada vez que lo visitábamos en su estudio.
–¿De qué edad hablamos?
–Unos seis, siete años. Él estaba en la calle Estados Unidos, cruzando Entre Ríos. Me encantaba el plan de tomar el tren Sarmiento, un par de colectivos, y llegar a ese universo de óleos y aromas fascinantes. Íbamos una vez por mes y para mí era un programón. El vasco estaba casado con la hermana de mi abuelo y era capo, aunque con un carácter bastante duro. Pero un día, ante mi insistencia de pintar, me dijo: “Para eso primero tenés que dibujar”. No me lo olvido más. En ese entonces tendría unos diez años. Me dio un lapicito y me tuvo un año frente a una cabeza de yeso de Beethoven. Después me prendía una lámpara para aprender sobre sombras. Finalmente entramos en la etapa del movimiento. Me hacía hacer caballos con toda su musculatura. Así empecé.
–Y siendo muy chico vendiste obras, ¿no?
–Sí, la primera fue a los 20. Creo que fue un marino en un paisaje de La Boca. Muy linda sensación, que aún recuerdo. Pero sentía que no podía vivir de eso. Ser artista significa tener tiempo, oportunidades, gasto de materiales, fletes. Yo estudié agronomía, y después entré a laburar.
–Las anécdotas en Cipriani deben ser infinitas. Eran los 90 y estallaba de celebridades…
–Estuve desde el 96 hasta el 2001. Y sí, pasó de todo. Hasta un robo digno de película. Recuerdo que fue después de una noche en el Teatro Colón, y no sé si también estaba Susana. Entraron tres personas con una funda de guitarra, que contenía una Itaka. Yo me di cuenta al toque y me alejé, pero llegué a ver cómo las señoras paquetas tiraban sus anillos de brillantes adentro de las copas de vino tinto. Fueron minutos; realmente una escena de un film.
–Cipriani también llevaba el catering a fiestas célebres, como las de Macri…
–Macri, Eurnekian, muchísimos. Lo que hacía Franco Macri era sensacional porque invitaba a todos los periodistas. Él encargaba montañas de prosciutto, risotto, berenjenas. Corría el champagne francés como agua. Estaba Amalia Fortabat; la burbuja de la alta sociedad entera.
–¿Atendiste a muchos presidentes?
–A casi todos. Menem era bastante austero a la hora de comer. Divertido, pero tranqui. De la Rúa siempre se portó como un señor, muy educado. Recuerdo un día que entraron Néstor y Cristina a Sottovoce. Él era medio distraído, o no veía bien, y se llevó por delante una botella de vino que explotó en el piso. Esa noche estaba también Ernesto Sábato.
–¿Qué comía Néstor Kirchner? ¿Te acordás?
–Mortadela, a lo loco. Y le encantaba la focaccia. Cuando venía con ella, pedían pata de centolla.
–¿Y personajes internacionales? ¿De qué caprichos fuiste testigo?
–Caprichos no. Lo tuvimos a Mick Jagger, pero todo impecable. Bono fue a Fervor. Sabe de vinos y comió ojo de bife con tortilla.
–¿Cuáles son las cosas que te inspiran hoy en día?
–Me gusta la cosa corpórea, el objeto. Estoy haciendo esculturas con soldaditos de plástico. Algunas llevan diez mil, que pego con pistola de pegamento.
–¿Qué tenés con los soldaditos?
–Siempre me encantaron, pero me gusta el volumen, la materia. Me preguntan por qué los soldaditos y no los tenedores, por ejemplo. Pero me doy cuenta de que tiene que ver con la inspiración del momento. Empecé con eso en paralelo con la guerra de Ucrania. Lo mismo en pandemia, que hice una serie de lágrimas: son las que voy a exponer ahora. Pandemic Tears se llama la obra, y son de papel maché.
–¿A qué aspirás? ¿Cuál sería tu mayor alegría?
–Yo sigo trabajando, solo de noche, con gente que considero familia. Soy el relacionista público del grupo de restaurantes en el que crecí. Y en cuanto al arte, mi mayor orgullo fue saber que a Rómulo Macciò [pintor y artista plástico] le gustó mi obra. Me lo dijo y tuvimos un lindísimo vínculo. Él usaba siempre un pañuelito en el saco, así que un día le regalé uno de otro color, para que cambiara. Y él me hizo el honor de usarlo mucho. Por otro lado, en el mundo gastronómico, sigo con lo mío, y formo a los chicos. Yo no soy egoísta, me encanta compartir experiencia, lo mismo que han hecho conmigo.