Por supuesto que las reformas que han sido planteadas resultan imprescindibles y es cierto, además, que no pueden encararse todos los cambios al mismo tiempo y hay que definir prioridades. Es llamativo, sin embargo, que la educación no figure en la hoja de ruta del Gobierno y que esté prácticamente ausente del discurso oficial. ¿Puede hablarse del mundo del trabajo sin abordar la problemática de la enseñanza secundaria y sin proponer un nexo entre la escuela y la inserción laboral? ¿Puede pensarse el desarrollo de la industria sin poner un foco en el sistema universitario, cada vez más desacoplado de la demanda de profesionales para áreas estratégicas?
Al comienzo de su gestión, el Gobierno encaró un debate sobre las universidades. Pero lo hizo con la motosierra en la mano, sin ninguna sofisticación y sin ningún esfuerzo por interpretar la complejidad del problema. Así, sobre la base de generalizaciones y juicios de brocha gorda, logró que el sistema se abroquelara y que incluso cosechara la adhesión y el apoyo de sectores que pueden advertir las falencias de las casas de altos estudios, pero que no quieren verlas arrinconadas ni atropelladas por el poder y que tampoco convalidan la asfixia presupuestaria. A partir de ahí, el tema se diluyó. No hubo decisión ni interés en plantear un debate serio y profundo sobre la calidad, la transparencia, el financiamiento y la exigencia en el sistema universitario. Y ahora que el Gobierno recupera iniciativa y revitaliza su músculo político, el tema no se menciona. Ni siquiera se impulsa una revisión de la ley de educación superior, que les prohíbe a las facultades –por ejemplo– tomar exámenes de ingreso para garantizar un piso de calidad formativa.

