Los siete kilómetros de túnel de lo que alguna vez sería el soterramiento del ferrocarril Sarmiento quedarán abandonados, tapiados y a la espera de algún milagro millonario. Esa obra, adjudicada en 2008 con un tiempo de ejecución previsto de 36 meses, se convertirá en un símbolo perfecto de la desmesura, la ambición política, el uso de la ilusión, la corrupción y, finalmente, la internalización de que un país sin crédito no puede financiar un proyecto de este tipo.
Si bien el soterramiento estaba quieto desde 2018, la decisión del gobierno de Javier Milei no hizo más que formalizar una situación de hecho que ya se descontaba desde hace años. La suerte estaba echada.
La obra sirvió al kirchnerismo para construir el relato de que lo suyo era la obra pública. El electorado fue bombardeado con anuncios de la ambiciosa obra ferroviaria.
El 21 de febrero de 2006, el entonces presidente Néstor Kirchner anunció el soterramiento; el 24 de junio de ese año se hizo un acto para el llamado a licitación, y el 15 de agosto, en otro acto político, se abrieron los pliegos.
Luego cambió el relator, pero no el monólogo. Cristina Kirchner hizo otros dos actos con el mismo tema. En enero de 2008, en la Casa Rosada, hubo otro anuncio y, en diciembre de ese año, desde Olivos, se hizo otro más para la suscripción del contrato de obra pública. Durante 2008 y 2009, todas las veces que se repasó el ambicioso “Plan de obras para todos los argentinos”, una recopilación de proyectos que sumaban una inversión de $110.000 millones, se nombró el soterramiento como una obra cumbre.
En agosto de 2011, el entonces secretario de Transporte, Juan Pablo Schiavi, encabezó otro anuncio. En la bolsa porteña se lanzó un fideicomiso para conseguir el dinero para la construcción en el mercado, que, pese a la decena de anuncios, nunca estuvo firme. “Es la obra pública más importante realizada en la Argentina en los últimos diez años”, dijo entonces Schiavi. En 2011 hubo un nuevo anuncio cuando llegó la tuneladora y en 2012, cuando se instaló en la trinchera, uno más.
Durante los años de gestión kirchnerista que vinieron, tres de Cristina Kirchner y cuatro de Alberto Fernández, la máquina de 125 metros y que cava un túnel de 12 metros de diámetro jamás funcionó. Estuvo absolutamente quieta pese a que, según el plan original de 2008, el soterramiento del Sarmiento tendría que haberse terminado en julio de 2011.
Durante el gobierno de Mauricio Macri la disyuntiva fue clara: paralizarlo para siempre o empezar de una vez el túnel. Optaron por esta solución y la tuneladora empezó a perforar el suelo bonaerense, desde Haedo hasta Caballito. Pero en 2018, cuando el gobierno de Cambiemos debió ajustar tras el plan acordado con el Fondo Monetario Internacional (FMI), la obra se quedó sin plata y la tuneladora frenó en Villa Luro. Todavía está ahí.
Además de las dudas sobre la continuidad o no del proyecto, la licitación fue polémica desde el momento de la adjudicación. El consorcio ganador estaba conformado por un líder y tres acompañantes. Quien manejaba la obra era Odebrecht, la empresa brasileña que pocos años después terminaría por ser un ícono del pago de coimas en el país. A su lado estaban Iecsa, de Ángelo Calcaterra, primo de Mauricio Macri, la italiana Ghella y la española Comsa.
En algunas de las declaraciones de los ejecutivos brasileños ante la Justicia de su país, reconocieron haber enviado dinero a los funcionarios argentinos. Pero en la Argentina no se tomó como válida esa declaración y aquellos dichos, al menos hasta ahora, no fueron usados como prueba. La impunidad se apropió del asunto.
Arriba del túnel, y por 17 años, la desmejora del entorno urbano aledaño fue notable. Ni la Ciudad, ni los municipios por donde pasa la traza –que corre paralela a la avenida Rivadavia–, ni tampoco la Provincia podían construir nada en la superficie ni en el subsuelo. Todo estaba asignado y reservado a la obra. Ni pasos elevados ni bajo nivel, todo paralizado durante 17 años.
Muchos vecinos convivieron con obradores o con reducción de calzada delante de sus domicilios. Todo estaba abandonado, pero nadie anunciaba formalmente el cierre o la puesta en marcha del proyecto. Finalmente, se tomó una decisión que no dejará de ser polémica. Vendrán ahora decenas de proyectos para darle uso a esa cueva de hormigón enterrada entre la provincia y la ciudad de Buenos Aires. Pero, por ahora, el camino es el cierre, la preservación de lo que está y el fin de la ilusión de tener una línea de tren subterráneo de 32,6 kilómetros.
Quedará, además, un símbolo de la desidia, un subsuelo más, oscuro y sin sentido, construido por la política. Quedarán, en un país lleno de necesidades, 420 millones de dólares gastados sin sentido.