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Ramón Alcaraz: un luchador que halló en el trabajo la llave que le abrió todas las puertas

 «Nací en Esquina, Corrientes y me crie en Pergamino. Aquí mi mamá y mi papá Blanco conformaron una gran familia. Julio, Lorenzo, Daniel y yo somos Alcaraz. Mi papá tenía a Norma y Oscar; y luego, nacieron José, Gastón y Esteban. Todos fuimos una sola familia, sin ninguna diferencia».

Aprendió desde muy chico el valor de ganarse el pan con el sudor de la frente y no escatimó esfuerzos para ir alcanzando sus metas. Es encargado en el lavadero Virasoro y coordinador deportivo de las categorías del fútbol infantil del Club Argentino. El deporte es una pasión y su familia, el pilar imprescindible para superar cualquier dificultad.

Ramón Alcaraz tiene 56 años. Es coordinador de las categorías del fútbol infantil del Club Argentino. Tuvo una nutrida trayectoria en la filial local de River Plate y pasó por varias instituciones deportivas haciendo lo que sabe hacer: acompañar a los chicos en su entrenamiento deportivo y articular con otros, acciones que no los distraigan del objetivo primordial del deporte en las infancias, que es promover el desarrollo y la sana competencia. Pero además, trabaja en el lavadero Virasoro, y cuenta en su haber con un largo recorrido rico en experiencias. 

Nació en el seno de una familia muy humilde. Lo cuenta en el inicio de la entrevista y se conmueve. Su papá Ramón falleció cuando él estaba en el vientre de su madre, Inés Serafina Rueda. El creció guiado por el amor de «su papá de la vida», José Blanco. «Nací en Esquina, Corrientes y me crie en Pergamino. Aquí mi mamá y mi papá Blanco conformaron una gran familia. Julio, Lorenzo, Daniel y yo somos Alcaraz. Mi papá tenía a Norma y Oscar; y luego, nacieron José, Gastón y Esteban. Todos fuimos una sola familia, sin ninguna diferencia».

Comenta que fue a la Escuela N° 10 y terminó la primaria de noche, en la Escuela N° 4. Ya había comenzado a trabajar. «Desde chico tuve que salir a ganar mi propio dinero. Mi mamá era empleada doméstica, mi padre trabajaba en una empresa metalúrgica y gracias a eso pudimos tener nuestro departamento en el segundo piso de la tira 5 del barrio de la UOM. En un momento los doce vivíamos ahí».

Reconoce que tiene lindos recuerdos de su infancia, y también de los otros. La pobreza no propone caminos sencillos de transitar. Pero la dignidad del trabajo tuerce para bien el cauce de cualquier destino. «Nosotros teníamos zapatillas de goma y no recibíamos juguetes para el Día del Niño. Los chicos con los que jugábamos vivían otra realidad y eso era doloroso. Yo tengo las manos cortadas de lavar botellas de chico», señala y mira los dedos que tienen marcada la huella del esfuerzo. Enseguida aclara: «Igual era feliz, me compraba mis propias zapatillas y cuando fui más grande pude tuve regalarles a mis viejos una Torino». Ver a sus padres «laburar», le enseñó tempranamente a valorar cada cosa. «A los 13 años me presenté en la Mecánica Molinato y accedí a mi primer empleo formal».

Trabajó allí hasta que lo convocaron para cumplir con el Servicio Militar. «Esa fue una experiencia fuerte que me enseñó muchas cosas. Me tocó en Cobunco, Neuquén. Es cierto que allí se aprendía a valorar más algunas cosas, pero yo ya las valoraba. Y confieso que me resultó dificultoso admitir los abusos. Siempre me pregunté por qué tenían que enseñar a matar a una persona con las manos, si yo no mato un pajarito. Como no acataba algunas órdenes, me hicieron hacer imaginaria durante seis meses seguidos sin darme franco. Solo tuve que agachar la cabeza, cuando en uno de los viajes que pude hacer a Pergamino, encontré a mis viejos enfermos, y solo quería que me dieran la baja para regresar». «Lo único bueno que rescato de la experiencia es haber tomado la comunión», agrega.

Al volver, retomó las rutinas de su trabajo. Por entonces era recepcionista en la parte de repuestos. Lo convocaron de Pergamino Automotores y aceptó el ofrecimiento para atender la casa de repuestos. «Trabajé allí hasta el año 1991 en que me despidieron y con una carta de recomendación, me fui a la parte de repuestos de Ford, pero no me gustó el trato así que me fui e ingresé a Darder y Lozano y más tarde trabajé en la industria de la confección, en Abda».

La decisión de irse

Ya en pareja con su actual esposa, y en la búsqueda de conseguir una estabilidad laboral que era difícil de lograr en Pergamino, tomaron la decisión de mudarse a General Ramírez, Entre Ríos. «Vendí un Fiat 600 que tenía, nos casamos, y nos fuimos. Allá nacieron dos de mis hijos».

Las experiencias vividas allá fueron por momento amargas. «Hoy siento que perdimos años, porque regresamos después de la inundación de 1995 cuando acá no había nada. Y también pienso a veces cómo hubiera sido nuestra vida si nos quedábamos», admite.

Reconoce que siempre fue un «buscavidas» que no escatimó esfuerzos por tratar de superarse. «Si bien nos fuimos con una propuesta laboral, al llegar a Entre Ríos no había nada. Vivimos unos días en la casa de una tía de mi esposa, después alquilamos una pieza a una señora que era considerada ‘la mala del pueblo’ y, sin embargo, fue la persona más buena que conocimos», relata, en una cronología que, aunque desordenada, sirve para mostrar un largo derrotero.

«Lo único que teníamos era un colchón de lana, un calentador y una carretilla y usábamos como mesa un cajón de manzanas», relata. Y prosigue: «Hice de todo para conseguir ganar dinero y vivir dignamente. Siempre digo que ‘le gané al pueblo’. Pinté muebles, trabajé en el campo, en una verdulería. Muchas veces acepté ganar menos que lo que me correspondía. Y también tuvimos algunos golpes de suerte».

«En una oportunidad teníamos en el bolsillo monedas que no alcanzaban a reunir un peso. Pasamos por una agencia de lotería y jugamos el 44- porque éramos dos locos, dos 22-y ganamos. Eso nos dio el empujón. En otra ocasión conseguí empleo como encargado de una quinta y allí sucedieron cosas muy positivas».

Para Ramón y su esposa todo fue aprendizaje. Cuando comenzaron a nacer los hijos, se profundizó en ellos el deseo de estar cerca de los afectos que habían quedado en Pergamino. «Era tiempo de elecciones, y confieso que ofrecí mi voto a un candidato a cambio de que me facilitaran volver a Pergamino. Lo conseguí. Cargamos en una chata lo que teníamos y regresamos».

Ya nuevamente establecidos en la ciudad, comenzó una nueva etapa. «A través de un aviso en el diario me enteré que necesitaban a alguien para trabajar con un apicultor de Ortiz Basualdo y también trabajé en un campo en la laguna del pescado». «Más tarde, en una fábrica de broches de un amigo, Víctor Raya; y en 2005 ingresé al lavadero Virasoro», añade.

Su familia, su gran construcción

Cuando habla de sus afectos, Ramón reconoce que su familia es el pilar que sostiene cada decisión. Es papá de María Eugenia, a quien tuvo a los 18 años. Ella está casada, vive en Buenos Aires y es mamá de Alma. Con su esposa, Norma, conocida por todos como «Gaby», tuvieron tres hijos: Estefanía, Nicolás y Belén, que es mamá de Emma Irupé y actualmente está en pareja con Sara. «Todos somos muy unidos, seguimos el ejemplo de mis viejos, y en eso le debo mucho a mi esposa que siempre está incondicionalmente».

El deporte, una pasión

De la mano de ese acompañamiento incondicional fue posible que Ramón desplegara una de sus pasiones: el deporte. «Yo soy hincha de River Plate, pero no soy fanático. Mi pasión comenzó cuando mi hijo empezó a jugar al fútbol en el Club Unión, allá por el año 2000. Armamos una categoría y comencé a transitar un camino. Después me fui a Juventud, arranqué como técnico. Después estuve en la filial local de River Plate, convocado por Javier Silva. También estuve en Banco Provincia, en Tráficos y volví a River.

Cuando la pregunta lo interroga sobre si se define como un técnico del fútbol infantil, prefiere decir que es un «colaborador del fútbol» y explica: «Un técnico plantea un modo de jugar para ganar, nosotros acompañamos a los chicos en el aprendizaje, aunque algunos piensen que estoy loco».

Reconoce que la filial local de River fue durante varios años como su segunda casa. «Cuando me propusieron coordinar la tarea allí para levantar la sede, no lo dudé. Y toda mi familia se comprometió en esa tarea, íbamos a cortar el pasto, marcábamos la cancha. Viví muchas cosas buenas, en una oportunidad, conseguimos el dinero para contratar a un buen técnico y armamos las categorías desde el fútbol infantil hasta la sub 23 y la primera. Después me quisieron poner como empleado, pero para mí el Club era más que eso, así que di un paso al costado. A veces me reprocho por qué no luché por lo que quería», expresa. Y sobre su presente, comenta que desde hace cinco años es coordinador del fútbol infantil en el Club Argentino. «Es una tarea de mucha responsabilidad que me ha dado también enormes satisfacciones. Me convocó Guillermo Capdevila y siempre trabajé muy bien allí».

«Arrancamos con 120 chicos de entre 6 y 11 años y hoy tenemos 250, se trabaja con ellos en un marco de respeto y he tenido la suerte de poder convocar y contar con profesores que los respetan y les enseñan», destaca, este hombre que vivencia la felicidad en una cancha y que, en cada lugar en el que estuvo respetó su convicción más profunda: no perder de vista que los chicos tienen que jugar con todo lo que ello implica, pero sin apuro, sin presiones y fundamentalmente acompañados en el respeto y la mirada atenta.

Sus anhelos

Cuando la entrevista termina, la charla transcurre entre anécdotas y sentimientos. Confiesa que en lo personal su único anhelo es que sus hijos puedan tener la casa propia. En lo deportivo, sueña con que independientemente de quien lo haga, Pergamino tenga un estadio de fútbol infantil.

Por lo demás, se siente agradecido. Y también se arrepiente de algunas cosas: «Me arrepiento de haber sido tan recto, de haber trabajado tanto, todo el día. Y de haberme perdido cosas, tendría que haber delegado más, para estar más con mis hijos. Aunque tenemos una hermosa relación, las vacaciones las conocieron de grande. Y eso está mal».

«Los hijos te tienen que respetar, no tener miedo. Por eso siempre les digo a los padres que se ganen ese respeto, que no los apuren, que los vean crecer y estén ahí para ellos», reflexiona. En retrospectiva, si pudiera volver a ver a aquel niño que siendo muy chico lavaba botellas para ayudar a sus padres, le diría que estudie. «Eso me diría, ‘estudia Ramón’. Porque si hubiera estudiado, hubiera llegado lejos», afirma. Y concluye, conmovido: «A aquel niño le hubiera gustado ser mecánico de aviones, pero eso estaba muy lejos del agua de charco».
Diario La Opinión de Pergamino

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